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Esta semana me invitaron a ver Yerma en el teatro María Guerrero.
Me apetecía mucho, pero también me daba un poco de angustia por que sabía que me iba a remover.
Yerma: inhabitada e incultivada.
La protagonista después de 24 meses casada no ha conseguido quedarse embarazada, según van pasando más años ella cada vez está peor, más triste, sus amigas la huyen pues todas tienen ya hijos y no saben cómo tratarla. Una de ellas le dice:
«No quiero que me veas porque veo envidia en tus ojos» y ella responde…
«No es envidia, es pobreza».
Al final se cuenta que el problema viene del marido con el que se ha casado y que sus padres habían elegido para ella. Lo aceptó contenta pues así podría tener un hijo. Pasan más años y ella acaba enloquecida y la historia, en tragedia.
Hay momentos muy intensos, de gran dolor, de esa soledad que siente una mujer cuando no llega el hijo que tanto desea. Esos momentos que en general, los de fuera no entienden.
Ufff, lo pasé mal.
Recuerdo los peores momentos de mi segundo proceso en el que buscaba un hermano para Rodrigo, me sentía yerma, seca, inhabitada. Y sí, tenía un hijo, pero yo quería con todo mi ser otro y sentía su ausencia en nuestra familia.

No sé cuál es, sólo sé que estaban en el sitio más inhóspito para crecer, pero a pesar de todo supongo que el viento las llevo hasta allí y cómo eran buenas semillas y encontraron su espacio en ese secarral, pudieron desarrollarse.
¡Esa imagen se consistió en mi inspiración: ese sitio sí que era inhóspito y no mi útero!
Si encontraba el embrión perfecto, teniendo el endometrio correcto, con mis niveles hormonal s y sanguíneos equilibrados y mi cabeza más o menos… ¡volvería a lograrlo!
Un par de meses después estaba embarazada de Martín y Aitana, eso sí, después de tres años de tratamientos. Esta flor se ha convertido para mi en la metáfora de su implantación.
¿Y vosotras? ¿En qué pensáis? ¿Qué os sostiene? ¿Os sentís alguna vez como Yerma?
Animaos a escribir en los comentarios, todos aprendemos así.
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